Xana

27.11.2017

Condición: El relato debe basarse en la letra de una canción, canción de la cual se adjuntará un vídeo al finalizar el relato para enterarnos de cuál era y apreciar la convergencia entre las dos obras.


Cuentan los libros de historia que, en los agitados tiempos de la invasión musulmana, gobernaba en las frías tierras del norte, más allá de los picos cántabros, un adusto pero benévolo rey. Los sarracenos, que regían al sur bajo la bandera de media luna ensangrentada, amenazaban con tomar y saquear sus tierras. Sus fuerzas eran injustamente superiores y, mientras el emir esperaba la llegada de la cálida primavera para iniciar su ataque, el rey y sus consejeros decidían cómo ofrecer a los conquistadores un honroso final.

Pero el honor fácilmente se pierde cuando se trata de supervivencia. Pues no fueron cimitarras, sino un heraldo musulmán el que acompañó el florecimiento de los campos. Su llegada a Pravia fue mal augurada por los adivinos, aunque las noticias que traía resultaron ser la salvación del pueblo astur. El emir de Córdoba, Abderramán I, propuso un armisticio al rey católico a cambio de que cada año, con la caída del último sol de la primavera, le entregase las cien doncellas más bellas del reino. El monarca no tuvo elección. Aunque le pesase en su corazón entregar a la más preciada cosecha de su tierra, era preferible a reinar sobre los cadáveres de sus súbditos. Rápidamente viajaron los emisarios del rey a cada aldea al norte de los picos cántabros. Hubo gritos y lágrimas, pero el pueblo comprendió su nefasto destino y lo aceptó con pesadumbre. Y así, todas las doncellas elegidas llegaron a Pravia antes del solsticio de verano. Todas, salvo una.

Pues sucedió en Illas que los heraldos del rey encontraron a una hermosa doncella de nombre Belinda y quisieron llevarla cautiva. La mujer, temerosa de su destino en manos de los sarracenos, aprovechó su atractivo para engatusar a sus captores con bellas danzas y exquisitas canciones. En un momento de despiste, huyó hacia los bosques que poblaban las orillas del Arlós, perseguida de cerca por la guardia real. Belinda corrió y corrió, y cuando cayó la noche se creyó a salvo y pudo al fin descansar. Viéndose sedienta, siguió el murmullo del agua que acompañaba los cantos de los búhos hasta un pequeño y oculto manantial que brotaba de sólida roca. El líquido refulgía en centelleos pálidos bajo la luz de la luna llena, dotando al lugar de un aspecto sobrecogedor. Allí, mientras saciaba su sed tomando largos tragos de agua, la mujer oyó a lo lejos el ladrido de los sabuesos de la guardia. Belinda trató de huir, pero una extraña fuerza le impedía abandonar aquella fuente. Cada paso que daba para alejarse le costaba más y más. Los pies le pesaban y la sed le crecía. Asustada por aquel embrujo, comenzó a gritar y a llorar. Los guardias pronto la hallaron, pero cuando quisieron acercarse a tomarla, se transformaron ante los atónitos ojos verdes de Belinda en carneros de piel clara. Una voz tronó en su cabeza.

«Ahora eres mi xana. Me perteneces desde el momento en que resbalé por tu garganta, nadie que te desee mal podrá acercarse a ti, aquí estarás a salvo».

La guardia de Illas envió patrullas en busca de sus hombres, pero ninguna regresó. Los agoreros declararon el bosque maldito, y ya nunca más nadie lo penetró por voluntad. Y así pasaron treinta largos años. Belinda, ahora la xana del Arlós, moró en soledad en aquel recóndito lugar con la única compañía de sus carneros y el resto de animales del bosque. Los años no pasaron por su bello rostro, y tan solo en la mirada sensata de sus ojos esmeralda podía apreciarse la mesura de la vejez. Comprendió que estaba atada a la fuente por un extraño hechizo y, aunque trató innumerables veces de alejarse de ella, siempre terminó regresando. Resignada a su cruel destino, aceptó la vida eremita y esperó.

Un fresco día de otoño, cuando los pardos robles comenzaban a entrar en su letargo estacional, un pastor de los montes cántabros se adentró en el bosque maldito huyendo de un peligro mayor. Bandidos bereberes provenientes del lejano Tamazgha habían saqueado Lugonés por la mañana, aprovechando la inestabilidad de la región. Cegado por el miedo, Aurelio corrió con todas sus fuerzas alejándose del poblado. Cuando logró tranquilizarse, descubrió que se encontraba a más de tres leguas de su hogar, justo en los lindes del bosque del que tantas historias había escuchado. Decidió adentrarse en la arboleda temeroso de posibles perseguidores musulmanes. Aurelio nunca había creído aquellos cuentos de viejas, pero aun así una sensación asfixiante lo apresaba a cada metro que se internaba en ella. Al cabo de media hora caminando, decidió poner fin a su huida para así descansar y ocultarse hasta el anochecer. Se sentó, apoyándose en un nudoso roble, y cerró los ojos para tratar de tranquilizarse. Su cabeza ahora solo podía pensar en su querido rebaño, probablemente capturado o ahuyentado por los bandidos. Confiaba en que no hubiesen encontrado el dinero enterrado bajo el manzano que crecía al norte de su humilde cabaña. Entre esos y otros pensamientos, el pastor cayó en un sueño intranquilo fruto de la fatiga. El murmullo del agua lo sacó de su sopor. Aurelio se dio cuenta de que estaba muy sediento, por lo que siguió el rumor en busca de la fuente. El sol estaba ya en la recta final hacia el horizonte. Le costó encontrar el manantial escondido tras la roca. Se aproximó para beber, cuando una voz imperiosa lo detuvo.

—¡Detente, joven! ¡No bebas de esa agua maldita!

Una hermosa joven de ojos esmeralda asomó tras el tronco de un castaño. Lo miraba con la curiosidad de un niño que observa el afanoso trabajo de un insecto. Vestía ropas harapientas que mostraban de forma tímida las curvas de su figura. El pastor, rendido ante la belleza y majestuosidad de aquella mujer, se arrodilló a sus pies.

—Si existen en verdad las damas del río, temo estar ante una de ellas.

—Y no errarás, joven pastor -contestó con solemnidad—. Pues yo soy la xana de esta fuente, tierra y verde arboleda. Pero levanta, pues llevo demasiados años en soledad y deseo más que nada una historia y compañía.

Aurelio se irguió. Observó la ternura de su piel y el rubor de sus mejillas, pero también el gesto duro en sus pómulos y la sensatez en sus ojos. Ella le señaló un saliente en la roca y allí se sentaron durante varias horas, acompañados por el canto de los búhos recién despiertos. Aurelio le relató las grandes gestas del rey Alfonso el Casto en Lisboa, entonó canciones de pastores y contó leyendas populares. Sin embargo, la sed avivó y el hambre se hizo presente. El pastor tuvo que marcharse, no sin antes prometerle que volvería a visitarla otro día.

Y así fue como comenzó la historia del pastor y la xana. Aurelio la visitaba frecuentemente. Le regaló un vestido nuevo para sustituir a sus ropajes, raídos por el paso del tiempo. También le llevaba manjares de más allá del bosque: quesos, carne y miel. Pronto se enamoraron, y abrigados por el follaje de los castaños yacieron bajo la luz de las estrellas. Así pasó un año, y con la caída de las primeras hojas, Aurelio le regaló un anillo de hueso que él mismo había tallado. Engastada en su centro, brillaba una diminuta gema rojiza que el pastor había cambiado en Pravia por dos de sus mejores reses. Y allí, en la fuente del río Arlós, se casaron en secreto, con los animales del bosque como únicos testigos.

Pero la guerra avanzó, y las huestes del emir tomaron Lugonés. Muchos huyeron a los bosques, y los impíos musulmanes, en lugar de darles caza, prendieron fuego a los árboles. La hojarasca, yesca natural, ardió violentamente y pronto todos los bosques desde Lugonés hasta Los Espinos estaban en llamas. Aurelio se había escondido junto a su esposa en la fuente del Arlós. El incendio avanzó, y el fuego estaba a punto de alcanzar su hogar.

—Debes huir, Aurelio —sentenció la xana, mirando lacónicamente como las llamas destruían su reino-, o morirás abrasado.

—No me iré sin ti, Xana. Pues no tiene sentido vivir si tú no estás.

Ella sabía que tenía razón. Jamás se iría de aquel lugar mientras siguiese viva. Echó a correr hacia las llamas más próximas y, antes de que Aurelio pudiese reaccionar, ella se consumió. El pastor se derrumbó. De rodillas, lloró en silencio hasta que su instinto le hizo reaccionar y huir de aquel infierno. El incendio duró tres días y tres noches, hasta que la galerna trajo las primeras lluvias del otoño. Aurelio volvió a su verdadero hogar en cuanto las llamas se extinguieron. Donde antaño crecían frondosos castaños ahora todo era un mar de cenizas y carbón. De la fuente todavía brotaba agua, como la sangre pura del bosque herido de muerte. Aquel día, el pastor permaneció sentado en la roca donde solían charlar, llorando y rezando por su amor perdido. Y así todas las noches, con la caída del sol, Aurelio se acercaba hasta el lugar para hablar con ella, esperando una respuesta que nunca llegaba.

Las xanas son, sin embargo, seres tan sobrenaturales como condenados. Pues aún tras su muerte, su espíritu está ligado a su fuente y nunca puede abandonarla. Y allí estaba ella, todas las noches, para escuchar sus ruegos y acompañar en silencio su tristeza. Allí le susurraba al oído, le acariciaba la piel y le rogaba que volviera cuando él se iba al amanecer. Una noche de invierno, Aurelio se durmió acostado en la piedra, arropado por el murmullo del agua. En sueños, escuchó la voz de la xana.

«Aurelio, sé que mi muerte te ha roto el corazón. Pero has de olvidarme y vivir tu vida. Viéndote así todas las noches sufro por ti. Prefiero que te vayas y saber que eres feliz».

Al despertar, él comprendió que había sido algo más que un sueño, pues a su lado se hallaba el vestido de su esposa, impregnado en el fino olor de su piel, y el preciado anillo de hueso y fuego. Se quedó mirando al infinito durante varias horas, abrazado a la ropa que una vez ella había vestido, sopesando las palabras que le había dicho desde más allá de la vida. Finalmente se levantó y miró a su alrededor una última vez, grabando cada árbol quemado, cada brote verde entre las cenizas, cada rincón de su hogar. Cogió el vestido y el anillo y se marchó.

Aurelio no volvió la noche siguiente. Vivió su vida, tal y como le había dicho la voz de la xana. Trabajó duro en los montes cántabros, ahorró dinero y se marchó lejos al oeste, a Galicia. Huyó de los sarracenos, escondiéndose en una aldea perdida en el Caurel. Construyó una pequeña granja y allí vivió cuarenta largos años llenos de oportunidades, errores, experiencias, alegrías y llantos. Aunque tuvo pretendientes, nunca llegó a formar una familia. Por mucho tiempo mantuvo vivo el recuerdo de su amor perdido, aunque juró no volver a llorar por él. Y cuando la vejez le alcanzó y sintió su muerte próxima, vendió todas sus reses y su granja, repartió el dinero entre sus amigos y marchó de vuelta a Asturias, a aquel bosque al que una vez había huido.

Y allí, en lo más recóndito de la arboleda, en aquella fuente escondida tras la roca, Aurelio bebió un largo trago del agua que manaba y, arrullado por su murmullo, se durmió lentamente hasta que llegó su hora.


Canción: Xana (Avalanch)

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