Viento de otoño

09.01.2021

Condición: El relato debe representar a un personaje que cree ser quien no es por haberse creído sus propias mentiras.


La mañana todavía remoloneaba en su lecho, tiñendo el firmamento de Salamanca de un degradado añil salpicado de estrellas trasnochadoras. En una calle residencial de las afueras, en la que solo se escuchaba el murmullo del viento al remover las caídas hojas del otoño, un hombre barría con parsimonia mientras silbaba una melodía suave, pero alegre. A Elías siempre le gustaba comenzar su jornada laboral limpiando aquella vía de los arrabales. Saboreaba cada instante de sosiego antes de que los salmantinos saliesen de sus madrigueras en búsqueda de ocio, conocimiento o sustento. Detestaba trabajar sumergido en el gentío, que marchaba a un ritmo al que nunca se había acostumbrado. Pese a que realmente disfrutaba de su cometido y se enorgullecía al ver una calle limpia, tras un par de choques con ciudadanos apresurados se sorprendía a sí mismo recreándose en su futuro y bien merecido retiro. El dolor de espalda, resultado de aquel resbalón en la ducha, nunca remitía del todo y le impedía descansar. Tan solo la serenidad que le producía aquella solitaria calle residencial al albor de un nuevo día le daba ánimos para continuar su labor cívica jornada tras jornada. Aquella mañana, sin embargo, Elías tenía compañía.

Al acercarse a barrer una parada de autobús, Elías descubrió que había una mujer sentada en ella. Su aspecto, iluminado por la anaranjada luz de las farolas, era muy desaliñado, y en su rostro podía adivinarse su tristeza. Sus miradas se cruzaron, y Elías no pudo evitar sentir un escalofrío en todo su ser.

—Buenos días —saludó el barrendero, en tono cortés y sin dejar de barrer.

La mujer no respondió, pero clavó sus ojos en Elías con una intensidad que rayaba la insolencia.

—¿Espera usted el bus, señorita? —se atrevió a preguntar—. Faltan un par de horas hasta que pase el primero.

—Hace ya mucho tiempo que espero -respondió la mujer, con voz fría—. Han debido de olvidarse de mí.

—¿Perdone?

—A estas alturas ya no me importa el destino, tan solo quiero descansar.

Elías dejó de barrer, apoyó la escoba en la marquesina y se sentó junto a la mujer.

—¿Está usted bien, señorita?

—¿Cómo quieres que esté bien? Estoy muerta y, sin embargo, no abandono el mundo de los vivos.

Elías no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar.

—¿Perdone?

—Han pasado ya tres meses desde el accidente. He vagado por Salamanca desde entonces, buscando la razón que me ata a esta ciudad, pero temo no encontrarla nunca.

El canto de un petirrojo rompió el silencio de la mañana.

—¿Me está diciendo que es usted un fantasma?

—Claro, hombre. —La mujer sonrió ampliamente—. Igual que tú.

—¡No diga chorradas! Estoy muy vivo, al igual que usted.

—Si estuvieses vivo no podrías verme, al igual que nadie puede verte a ti.

Elías soltó una carcajada nerviosa.

—Nadie mira a los barrenderos, les recordamos a lo bajo que pueden llegar a caer. -Elías no pudo evitar recordar al gentío pasando a través de él y pisando sus montones de hojas-. No nos valoran lo suficiente, pero no somos fantasmas.

La mujer sonrió, y Elías sintió un inquietante escalofrío.

—¡Qué raro eres! Me llamo Ariadna.

—Elías.

—¿Cómo moriste, Elías?

—Le repito que no estoy muerto. El dolor de espalda me lo recuerda cada día.

—Los fantasmas también sentimos dolor. -Ariadna se frotó el brazo en un acto reflejo-. Nunca te acostumbras.

Elías hizo ademán de levantarse.

—Esta conversación ya me está dando repelús. Voy a seguir con mi trabajo. ¡Buenos días!

Ariadna posó su mano sobre el hombro del barrendero para detenerlo. Elías dio un respingo, muy sorprendido.

—No te vayas, Elías. Me siento muy sola.

—Lo siento.

El barrendero se levantó, recogió su escoba y siguió barriendo la calle. ¿Un fantasma? ¡Qué tontería! Aquella mujer le había estropeado el mejor momento del día con sus locuras. Pensó en su retiro. ¿Cuánto tiempo llevaba ya barriendo las calles de Salamanca? Demasiado. Estaba muy cansado. Volvió a silbar, pero esta vez una melodía triste. La mujer, sentada en la parada, sollozaba, esperando a ser recogida. En aquella calle residencial tan solo se escuchaba el murmullo del viento al remover las caídas hojas del otoño.

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