Todo tiene un precio

10.12.2019

Condición: Te despiertas después de una noche movidita y encuentras a un ser sobrenatural mirándote desde una esquina. Este ser te ofrece un trato, y con ese trato viene un don, y ese don tiene un lado negativo. 


Una de las criaturas más interesantes del folclore local es aquella conocida como meigalla. Se dice de este ser que acostumbra a visitar a los varones en noches de luna llena, les induce pesadillas para despertarlos y luego les ofrece un trato muy tentador: el don que ellos elijan a cambio de una noche de pasión. Si bien se suele describir a la meigalla como una vieja bubónica y arrugada, la codicia de los hombres es tal que rara vez alguien rechaza la oportunidad de poseer un don único. No obstante, todas las historias sobre esta criatura tienen un denominador común: el don acaba convirtiéndose en la perdición de su dueño. El herrero, que deseó tener más fuerza, mató a su hijo al abrazarlo; el pastor, que quería hablar con los animales, acabó perforándose los oídos para acallar sus voces incesantes; el sereno, que quería ver con claridad en la oscuridad, acabó cegado por la luz solar. La lección está clara: la avaricia rompe el saco. Hoy deseo contar una historia que me agrada especialmente, y es la del profesor que se creyó más listo que la meigalla.

Cuentan los vecinos de Vilarballo que hace muchos años una meigalla habitaba en el bosque aledaño a la aldea. Varios de sus habitantes habían sufrido sus visitas nocturnas y comenzaban a pagar por su codicia. El labrador, tras tantas cosechas exiguas, ahora solo era capaz de cultivar patatas gigantescas pero incomestibles. El molinero, que quería volar para reparar su molino, se volvió tan ligero que ya no era capaz de pisar el suelo. Una noche de luna llena, la meigalla se presentó ante el profesor de la escuela de Vilarballo. Tras despertarlo lentamente con pesadillas, le ofreció el bien sabido trato. El profesor, muy audaz y astuto, aceptó pasar una noche con la criatura a cambio de un don muy particular: robar dones ajenos. La meigalla, cuya experiencia la había hecho juiciosa y precavida, descubrió las intenciones de su víctima y accedió sin añadir nada más. El profesor cumplió su parte del trato hasta el canto del primer gallo, y la meigalla, satisfecha, le sonrío y le advirtió: «te concederé el don prometido, pero no te emociones, pues debes entender que mi poder de conceder dones no puede ser robado o sustraído, así es y será siempre». El profesor, al verse descubierto y humillado, se sonrojó, pero acertó a mentir: «no era esa mi intención, bruja impertinente, sino la de librar a mis vecinos de sus dones tan mezquinos, pues buen vecino soy, y seré siempre».

El profesor cumplió su palabra. Liberó al campesino de su maldición, sin pena para él pues no era labrador. Robó el don del vuelo al molinero y lo compensó calzando suelas de plomo. Pasaron los días, y el profesor acumuló todos los dones desafortunados, neutralizándolos con inteligencia para gran alegría del pueblo. La meigalla, visiblemente airada, lo volvió a visitar la siguiente noche de luna llena. «Tu agudeza me ha derrotado», admitió casi llorando, «pues creí haber ganado y me encuentro con tantos dones bien usados, sin maldiciones ni desagrados». El profesor, henchido de orgullo, replicó: «Los dones no deben ser usados para causar daño, sino felicidad y fortuna, pues en vano son dados si la maldad se busca». La meigalla contestó: «Tienes toda la razón, y no soy yo, sino tú, quien merece este don. No puedes robármelo a la fuerza, pero te lo concedo libremente si quieres que te pertenezca». El profesor, malvado en realidad, pensaba con placer: «con el don de conceder y el de robar en mi poder, tendré todos los dones que quiera, ¡seré como un Dios en la tierra!». Aceptó gustoso y, al ceder el don, la meigalla se volvió bella. Los bubones desaparecieron y su piel se alisó. Detrás de aquel ser había una humana hermosa, pero en cambio el profesor había perdido toda su humanidad. Su cuerpo se deformó, volviéndose chepudo y esquelético, y forúnculos sembraron su rostro. «¡En un meigallo te has convertido!» se reía la mujer, pletórica de alegría. «¡Qué ingenuo has sido, profesor mezquino, al creer que podías engañar al destino! No existe don sin maldición, la experiencia nunca miente. ¡Así es y será siempre!».

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