Solpor

09.01.2021

Condición: Construid un relato a partir del siguiente cuadro:

La pintura en cuestión es "El «Temerario» remolcado a su último atraque para el desguace" por J. M. W. Turner. No es necesario que vuestra historia haga referencia a lo descrito en el título, vuestro relato puede ser totalmente original y, simplemente, reflejar lo que se ve dentro del cuadro.


La sirena del remolcador, que avisaba de la maniobra final de aproximación a puerto, sobresaltó a John. ¿Ya habían llegado? Se había quedado embobado, apoyado sobre la borda de popa, contemplando cómo el Temerario los seguía con solemnidad. La vibración de la máquina de vapor, combinada con la luz anaranjada del inminente anochecer y el golpeteo de las paletas, lo habían arrullado hasta el extremo de creer que se encontraba en un sueño. Pero aquel hedor tan propio del puerto, que despuntaba entre las notas acres del carbón, era inconfundible. Estaban llegando a su destino. John le echó un último vistazo al navío de línea de tres puentes antes de ponerse a trabajar, fijándose en los mástiles desnudos y las velas arriadas, en el mascarón de proa oxidado y en los marineros que contemplaban el puerto con unos ojos que habían visto más allá de cualquier costa. Sintió envidia al verlos, pensando que él jamás tendría la fortuna de servir en un navío tan majestuoso como aquel.

Uno de esos marineros miraba al remolcador con desprecio. No consideraba que el barco de vapor, achaparrado, humeante y ruidoso, fuese digno de guiar al Temerario. Pisaba un barco histórico, de tres cubiertas artilladas con noventa y ocho cañones, responsables en parte de la derrota de la flota hispano-francesa en Trafalgar. Él mismo había participado en aquella batalla en sus años mozos. Había olido la pólvora, la sangre y el miedo de sus propios camaradas. Había sentido la majestuosidad de encontrarse cara a cara con otro navío de línea. La adrenalina al ver los cañones del enemigo destellar, preparando el cuerpo para el estruendo y finalmente el impacto de las balas sobre cubierta. El júbilo al ver cómo sus cañones destrozaban el palo mayor del oponente, dejándolo ingobernable, a la deriva. La impaciencia de prepararse para el abordaje, y el sentimiento de honor, de victoria o muerte, al caer sobre la cubierta enemiga. ¿Qué honor había en barcos que ya humeaban antes de entrar en combate? ¿Qué sentido tenía utilizar el propio fuego, enemigo natural de un navío, en su propio beneficio? Barcos sin aparejo, sin mástiles imponentes, velas que ondean o jarcias donde colgarse. Funcionalidad sobre elegancia. El marinero agradecía que, con la retirada del Temerario, sus días embarcado también iban a terminar.

El capitán del Temerario observaba a su tripulación, apoyado sobre la cubierta del castillo de popa. Llevaba más de treinta años a bordo de ese navío. Conocía todos sus secretos, virtudes y vulnerabilidades. Y por ese mismo motivo, al contemplar el remolcador a vapor, sonreía. Se imaginaba un Temerario impulsado por aquellas máquinas. Un navío el doble de rápido, que no dependiese de los vientos ni las corrientes para desplazarse, sin mástiles ni velas vulnerables. Capaz de maniobrar ágilmente incluso entrando en batalla desde sotavento. Fantaseaba con toda una flota formada por esos barcos, con la hegemonía británica sobre los mares, y se permitía soñar con capitanear algún día el mayor de todos ellos. Pero detrás de toda esa ilusión, también sentía pena por el destino del Temerario tras su último viaje. La luz del crepúsculo lo bañaba, anunciando la noche venidera, donde él y muchos otros navíos de línea dormirían para siempre, dando el relevo a un mañana repleto de vapor humeante y negro carbón.

Y yo contemplo el cuadro de Turner mientras escribo este relato. Y evoca en mí la nostalgia de un final. Que nada dura eternamente, y el cambio es lo único inmutable. Yo no soy el mismo que cuando escribí mi primer relato en un torneo, ni tampoco lo es el navío donde ahora batallamos con nuestras noveles plumas afiladas. Y si bien creo que soy la mejor versión de mí mismo, curtida por los años, robusta y eficiente, a la luz de este anochecer no puedo evitar pensar en cuando fui un temerario. En mi primer torneo, cuando no tenía listón que mantener, cuando los versos fluían torpes pero líquidos por mi pluma, y las ideas de tinta llovían desordenadamente sobre el papel. La nostalgia de tiempos pasados es cautivadora y engañosa, mas no se debe olvidar que la criba del tiempo está sesgada y que la audacia no entiende de edad.

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