Las llamas del tiempo

26.11.2017

Condición: Tiene que haber un viaje en el tiempo.


Un estruendo rompió el falso silencio del bosque, sirviendo de obertura a la orquesta animal que se desató en respuesta. Entre los graznidos de los pájaros nocturnos y los aullidos de los predadores se deslizaron unos pasos que marcaban el invisible ritmo de la melodía natural. El intérprete se acercó, rifle en mano, a su desaventurada presa. Tras una persecución de tres días por la arboleda había logrado dar caza al portador de la última pieza de su preciada máquina. Se agachó frente al cadáver y buscó meticulosamente entre sus ropajes, con la única ayuda de la luz de la luna, hasta encontrar oculto en el dobladillo de su jubón el diminuto engranaje de oro macizo. Con un apremio inusual en él, el cazador insertó la pieza en un artilugio dorado que colgaba de su cuello, giró con precisión las ruedecillas plateadas para introducir las coordenadas espaciotemporales que había memorizado y pulsó el botón central.

Un destello cegador se clavó en sus retinas. El astro rey había reemplazado a su pálida hermana en el firmamento, los robles habían tornado en pequeñas cabañas de madera y los animales en campesinos. Los recuerdos reprimidos largo tiempo en su memoria manaron en torrente al reconocer las formas ocultas en los paisajes. Su tierra natal, que apenas era capaz de revivir en sus pensamientos, ahora se mostraba ante él en todo su esplendor, rodeando la pequeña aldea donde se había criado. Pronto se dio cuenta de que su presencia, totalmente disonante, era ignorada por los aldeanos que lo rodeaban. Consecuencia del desfase dimensional, recordó mientras se sentaba en un pequeño banco de madera. Se sorprendió cuando sus pies tocaron en el suelo. Había olvidado la última vez que se había sentado en un banco para gnomos. Alentado por la estampa familiar y la larga espera hasta la caída del sol, el cazador se sumergió en sus pensamientos. Recordó a aquel erudito de barba entrecana que cinco años atrás le había hablado de la antigua civilización enana y de cómo habían logrado dominar el tiempo mediante un complicado artilugio mecánico. Había visto en ello la oportunidad de descubrir la verdad sobre lo que había ocurrido aquella noche. Pero para conseguirlo tuvo que vivir una época oscura de saqueos a ruinas antiguas, asaltos y robos a anticuarios, abyectos trabajos a cambio de unas pocas monedas... No encontró ninguna máquina intacta, y la búsqueda de las piezas se prolongó mucho más de lo que le hubiese gustado. Pronto su persona se dio a conocer por todo el continente. A pesar de su raza y estatura era temido por la gente común. Le llamaban Hawkeye porque nunca erraba un tiro, pero él recordaba su verdadero nombre y el pasado unido a él. El mismo pasado que había ido a buscar.

El sol comenzaba a ponerse en el horizonte. Sabía exactamente lo que iba a ocurrir a continuación. Recorriendo un trazado invisible que todavía perduraba en su memoria, se encontró finalmente con el único sitio al que había podido llamar hogar. Allí, un joven Hawkeye, rifle en mano y con su distintiva pañoleta a cuadros atada en la frente, se despedía de un gnomo de mediana edad con rasgos familiares. Los ojos del cazador se humedecieron al reconocer a su padre, al que hacía diez años que no veía. En concreto, desde aquella noche que estaba a punto de comenzar. El joven Hawkeye se marchó al bosque, a la caza de los conejos que volvían a las madrigueras con la caída del sol. El cazador quiso gritar, advertirle de que llevase a su familia lejos de aquel pueblo, pero sabía que sería inútil. No estaba allí para salvarlos, sino para descubrir la verdad. Se consoló observando el interior de su antiguo hogar a través de la ventana de la cocina. Al otro lado del cristal, su madre y su hermana habían comenzado a hacer la cena. Por los ingredientes que se alineaban sobre la encimera pudo deducir que se trataba de un guiso de lentejas. Su lengua salivó al recordar la textura de aquel plato que hacía tantos años que no probaba. Observó todo el proceso de cocción, lamentando que aquella sabrosa cena nunca iba a ser saboreada e intentando memorizar cada etapa de la elaboración para tratar de reproducirlo en el futuro. Pero pronto el crepúsculo tomó posesión del cielo, como preludio de aquella trágica noche. El cazador se alejó de su antiguo hogar, pues no quería ver con sus propios ojos la muerte de su familia. Finalmente, la oscuridad invadió el pueblo. Sólo los pequeños farolillos se resistían ante el vacío de aquella noche sin luna. Hawkeye se fundió en las sombras, alejándose del fuego que tanto temía. Desde aquella noche las llamas lo aterraban, hasta las de aquellos pequeños candiles que brillaban tímidos, ajenos a la tormenta ígnea que se desataría horas después.

Súbitamente, los gritos rasgaron el silencio de la noche. Chillidos gnómicos, gruñidos orcos, bufidos de huargos, silbidos de espadas y crepitar de fuego. Amanecía rojo antes de tiempo, y el hipnótico bailoteo de las llamas sumió a Hawkeye en un estado de euforia y terror paralizante. Como un sueño dentro de otro sueño, el viajero temporal caminaba entre las llamas frías, de otra dimensión, luchando para mantener la cordura, buscando desesperadamente un líder entre tantos orcos iguales. Un distintivo, un estandarte, un responsable de aquella cruel masacre. Finalmente lo encontró. Un orco de raza superior, de casi ocho pies de altura y cuya singular figura y estruendosa voz amedrentaría a cualquier ser racional. Portaba un estandarte de la Tribu de Kru'gh. Hawkeye lo reconoció al instante, pues tras casi una década de investigación sobre los orcos y sus costumbres conocía a la perfección todas las tribus y clanes del continente. Por el mismo motivo sabía que se encontraba ante Khan Ghul'rag, su líder y el responsable de aquella masacre. Al fin había obtenido lo que tanto tiempo había buscado, la identidad del asesino de su familia. La sorpresa inicial dio paso finalmente a la ira, y bajo la turbadora presencia de las llamas, Hawkeye desató toda su rabia y vació el cargador de su rifle sobre el líder orco. Las balas atravesaron el aire que ocupaba su cuerpo, como si disparase a un reflejo sobre la superficie de un estanque. «No», pensó Hawkeye cuando logró calmarse. «No eres tú a quien busco». Se alejó de su némesis mientras éste seguía gritando órdenes a sus esbirros. Sus pasos se dirigieron automáticamente hasta donde su subconsciente quería ir. Su antiguo hogar, que ahora no era más que una pira llameante de madera y tela. Aquella terrible escena que se había encontrado al llegar de la cacería nueve años atrás lo perseguía de forma recurrente en sus pesadillas y era el origen del pánico que profesaba ante las llamas. Ahora la tenía de nuevo frente a frente, pero no sentía miedo. Tampoco se sentía perdido ni impotente. Ahora tenía un objetivo claro, y la determinación por cumplirlo llenaba hasta la última pulgada de su pequeño cuerpo. Con la vista fija en la colosal pira funeraria de su familia, Hawkeye pulsó el botón de retorno.

Se hizo el silencio. Los continuos gritos de auxilio y muerte se acallaron. El crepitar de las llamas cesó. Se encontraba de nuevo en la arboleda, al lado de su última presa. Y aunque sabía que era un silencio falso, que los predadores acechaban detrás de cualquier sombra, el cazador decidió tomarse un respiro. Limpió cuidadosamente su rifle bajo la luz de la luna creciente. Repuso la munición y la pólvora de los bolsillos de su faldriquera. Comió un puñado de bayas acompañadas de agua de manantial. Calculó algunas coordenadas espacio temporales. Y finalmente se levantó, ató firmemente su pañoleta en torno a su frente, escondió su preciada máquina bajo la camisa, colgó el rifle a su espalda y comenzó su larga marcha hacia el oeste. Hacia las tierras de los Kru'gh.

La cacería no había hecho más que comenzar.

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