La fierecilla liberada

09.01.2021

Condición: Relato inspirado en una obra de Shakespeare.


Acto I

No recuerdo cómo acabamos en aquel garito. Discoteca Padua, ¡menudo antro! Era tarde ya, al menos para nuestros colegas que, salvo el crack del Lucas, se piraron a la mínima. Pagamos al segurata, pedimos un par de cubatas y nos pusimos al acecho.

—¡Bua, Patricio! -me soltó el Lucas, señalando a una pibita de buen ver-. Mira la rubia esa, ¡cómo le daba!

—Toda tuya, primo.

Lucas se fue a tirarle fichas mientras yo me pedía otro ron-cola. Volvió al rato con una sonrisa.

—Patricio, esta quiere tema, fijo. Pero pasa que viene con una amiga, ¿sabes? Y no la quiere dejar tirada. ¿Te importa quedarte con la otra? —Señaló a una gorda que cuchicheaba con la rubia.

—Me debes una, primo —contesté, sabiendo que se la cobraría al muy capullo.

El Lucas se fue con la pava a los baños y yo me quedé con la amiga. De cara no estaba mal, pero era una buena foca. Llevaba meses sin mojar, y en época de guerra... Charlamos un rato de algunas mierdas, evalué el terreno y decidí echarle la caña. Fue mesa fácil. Empecé con un par de comentarios bien encajados sobre sus defectos. Dumbo se me resistió un poco, la muy fierecilla, pero soy buen domador. Al poco rato la tenía comiendo de mi mano. Bailamos agarrados y en cuanto pude le metí la lengua. Se me negó a ir a los baños, pero me dijo que vivía cerca y que su viejo no estaba. Y allá que fuimos. ¡Pedazo piso tenía la tía! Se notaba que su padre ganaba pasta. Me la trajiné divinamente, y aunque no suelo repetir, quedé con ella más veces. Cata, se llamaba, un nombre de pija. Me venía que ni pintada, porque yo andaba sin dinero por movidas. Le pedía pasta, y si se me reviraba le metía cuatro gritos y ya soltaba los billetes. Era un goce de churri. Obedecía todo sin rechistar, como buena mujer, y se fiaba más de mí que de su sombra. Fue una pena que se pirase.

Acto II

No recuerdo cuándo decidí que todo debía terminar. Quizás fue al ver a aquel pobre perro sufriendo con un collar de castigo. O puede que por lo estúpida que me sentía al fingir creer sus mentiras, solo para evitar más gritos. Mi relación con Patricio estuvo plagada de ellos, pero yo, estúpidamente enamorada como estaba, solo pensaba en complacerlo y así evitar su ira. Pues cuando se enfadaba, si bien no me levantaba la mano, me hacía sentir miserable y culpable por ello. Con él me sentía asfixiada, y si hacía ademán de salir a respirar, se deshacía en disculpas vacías y promesas de cartón. Decía que iba a cambiar, pero en realidad eso nunca cambiaba. Me sentía sola. Mi padre me alentaba a seguir con él, alegando que «es normal que te grite de vez en cuando». Patricio siempre se mostraba afable en su presencia, pero irascible y déspota en la intimidad. Sentía que era su esclava, hundiéndome en el fango del compromiso, temiendo la llegada del «hasta que la muerte os separe». Esta última salida parecía la más sencilla, pero yo quería vivir.

Aquel día, tras otro amanecer de gritos, le dije a Patricio que habíamos terminado. Él se excusó en un mal día y me dijo que me amaba con locura. Pero esta vez fui valiente por miedo a no respirar de nuevo. Cuando él vio que sus disculpas no funcionaban, desveló su verdadero semblante. Me gritó como nunca lo había hecho, me llamó gorda y fea, y prácticamente confesó que solo estaba conmigo por dinero. Pero yo ya era imparable. Grité hasta acallar su voz. Liberé toda la rabia e impotencia que había acumulado, y le eché en cara todo el daño que me había hecho. Por primera vez, vi el miedo en los ojos del domador. Él replicó que con esa actitud rebelde y gritona jamás encontraría a otro hombre, pero a mí eso ya me daba igual. Cuando salí de su piso, libre al fin, tomé una profunda bocanada de aire, sonreí por primera vez en meses, y corrí por la jungla urbana, como una fiera liberada.

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