Camino perdido

09.01.2021

Condición: Un relato donde el protagonista supere una adversidad que debe ser presentada en el primer párrafo.


Carmela estaba a punto de regresar, desprovista de toda esperanza, cuando ante sus ojos apareció lo que posiblemente era el hallazgo más valioso de su vida. Aquel gigantesco tesoro nacarado, ebúrneo, casi níveo, se alzaba ante ella como caído del cielo. Estaba conformado por miles, millones de pequeños cristales de la sustancia más valiosa que conocía. Recordaba haber escuchado historias sobre aquellos megalitos, pero nunca les había dado crédito. Carmela rascó la superficie y logró arrancar uno de los cristales. Lo contempló extasiada y, como arrastrada por una voluntad invisible, se lo llevó a la boca. El dulce manjar activó cada una de las diminutas terminaciones nerviosas de su cuerpo, llevándola a un estado de éxtasis que jamás había experimentado. Carmela continuó comiendo, completamente absorta en imaginarse todos los elogios que recibiría cuando comunicase su hallazgo al regresar, sin darse cuenta de que tanto la estructura como ella misma se alzaban hacia las alturas como tiradas por una fuerza divina. Un grito humano devolvió a Carmela a la realidad, y pudo comprobar con horror como se precipitaban, ella y su tesoro, hacia la espesura. Tras el brusco aterrizaje, Carmela abrió los ojos y olisqueó el ambiente. Pronto se dio cuenta del lío en el que se encontraba. No era capaz de detectar ningún rastro del camino olfativo que le llevaría de vuelta a su hogar. En otras palabras, estaba perdida

Carmela era consciente de que debía encontrar el camino de vuelta antes de que las lluvias llegasen y borrasen todo rastro de feromonas. Empezó a explorar las proximidades, avanzando despacio y oculta de posibles depredadores. Los dientes de león y las margaritas se sucedían a intervalos irregulares que le recordaban a Carmela a un auténtico laberinto florido. Al caer el sol tras cada infructuoso día, regresaba a su tesoro, se alimentaba de él y reposaba sobre su cima. Recordaba con nostalgia su hogar y a sus hermanas, y no podía evitar sentir miedo cada vez que la luna se ocultaba tras uno de los cada vez más frecuentes nubarrones que comenzaban a cubrir el lecho estrellado. Una mañana, el retumbar de las gotas de lluvia despertó a Carmela. Su mayor temor se había cumplido. Cuando trató de levantarse, contempló con horror como el suelo bajo sus pies comenzaba a derretirse. Su tesoro, antes de forma cúbica casi perfecta, era ahora una figura deforme recubierta de un líquido dulzón y agradable, que resbalaba por las paredes y se filtraba hacia el subsuelo. En cuestión de un par de horas, todos los cristales habrían desparecido, y con ellos su única fuente de sustento. Carmela tenía que actuar rápido. Ingirió todo el néctar que pudo y salió a toda velocidad hacia la única dirección que no había explorado todavía. Avanzó sin mirar atrás, sin vigilar de posibles depredadores, jugándose su supervivencia a una única carta. Por suerte, los pájaros y las avispas se habían resguardado de la creciente tormenta. Tras casi una hora buscando frenéticamente cualquier rastro de feromonas, encontró un aroma sutil. Pertenecía a otra de las muchas colonias de la zona y, aunque hasta ese momento los había ignorado deliberadamente, la desesperación por encontrar cobijo y alimento se sobrepuso a su miedo. La lluvia atenuaba rápidamente el rastro, pero Carmela fue capaz de llegar a la colonia antes de que desapareciese. Al entrar, notó una miríada de ojos clavándose en su cuerpo y de antenas olfateándolo. En ese momento, sintió que le había llegado su hora.

Sin embargo, la nueva colonia resultó ser muy acogedora. Sus habitantes, en lugar de matar a la intrusa, le dieron cobijo y alimento y le preguntaron por su historia. Carmela la relató con calma, haciendo hincapié en la majestuosidad de su hallazgo y de cómo había desaparecido bajo la lluvia. Asombrados por su habilidad para salir airosa del embrollo, y fascinados por la perspectiva de encontrar más de esos tesoros, le ofrecieron un puesto de exploradora, que Carmela amablemente rechazó. Había tenido suficientes emociones para el resto de sus días, y prefirió ayudar en la excavación de túneles y cuidado de las larvas. Vivió una vida feliz y tranquila, aunque jamás pudo olvidar que, durante unos días, había sido la hormiga más rica del mundo.

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