Verano del 97

07.10.2022

Condición: El protagonista del relato debe ser un stalker


A aquellos que me preguntan sobre lo que más detesto de mi trabajo, les suelo referir con frecuencia la tediosa espera que se antepone al fugaz momento por el que recibo mi estipendio. Aquel día de verano no era diferente. Los tenues cirros decoraban el cielo de mediodía, apenas dando un breve respiro al húmedo y bochornoso ambiente de ciudad, resultado de la cargante mezcla de asfalto caliente y humo tóxico del tráfico meridiano. Me encontraba yo sentado en un banco bien situado, agazapado detrás de un periódico. Mi cámara fotográfica con teleobjetivo reposaba en mi regazo, adecuadamente escondida tras las imágenes del diario, como un artista primerizo observando las obras de maestros. Mi sombrero, aunque ejercía su leal rol protector de mi lampiña cabeza, me estaba cociendo vivo, y el sudor estaba empezando a resbalarme por mis coloradas mejillas. Llevaba ya tres horas allí y mi objetivo seguía sin salir del edificio donde presuntamente se veía con su amante. Mi cliente me había asegurado que su esposa había ido a visitarlo aquel día, así que todo era cuestión de esperar, apuntar, disparar y cobrar. Una tarea fácil, pero soberanamente tediosa e incómoda.

Marcaba ya mi reloj las cuatro pasadas cuando finalmente la mujer apareció. Enfoqué mi cámara hacia el portal y confirmé por el visor que era la misma que aparecía en la fotografía que mi cliente me había proporcionado. La instantánea no le hacía justicia alguna. Se trataba de una chica joven y muy hermosa, de unos veintitantos años, pelo castaño y liso, tez morena por el sol y labios carnosos. Un vestido veraniego muy florido dejaba entrever las curvas de su figura, ensanchándose generosamente a la altura de sus caderas. Tomé una fotografía donde se apreciaba claramente su comprometida y culpable salida del adúltero escondite. El sonido del obturador me alivió al instante. Mi cometido había terminado, y ya solo restaba entregar la prueba a mi cliente y cobrar la recompensa. La mujer, que se había apartado del portal, se había apoyado en una pared cercana y revisaba su agenda. En aquel momento, y a pesar del agobiante bochorno, del sudor pegajoso y del agarrotamiento de mis piernas, decidí seguir observándola por el visor. Al hacer zoom pude comprobar el color de sus ojos: castaños con un leve toque esmeralda que combinaba con su vestido. Dos pequeños bultitos sobresalían de sus pechos, evidenciando la ausencia de sostén. Apreté entonces el obturador, sin poder evitar sentir un atisbo de vergüenza y un leve calentón en la entrepierna. Observé entonces que el vestido tenía una abertura vertical, tras la cual se vislumbraba un muslo mucho más claro que su tez. En mi cabeza surgieron fugaces pensamientos que trataban de imaginar la cumbre de aquel pilar marmóreo. Su prenda más íntima, protegiendo lo más privado de su ser. ¿Cuál sería su color? ¿Su forma? Me ruboricé al instante, abochornado por pensamientos tan obscenos, y decidí marcharme de allí.

Una vez en mi oficina, ordené a mi secretaria que citase a mi cliente y me dispuse a revelar las fotografías. Todavía me encontraba en el cuarto oscuro, inmerso en la metódica rutina, cuando escuché el estridente timbre de la puerta. «Impaciente», pensé, mientras tendía en un cordón los dos negativos. Cuando estuvieron secos, cogí el que debía entregarle al marido cornudo y guardé el otro en un cajón. Cuando llegué a mi despacho, me encontré con el hombre que me había contratado. Parecía visiblemente emocionado, a juzgar por la velocidad a la que se levantó de la silla al verme.

-¿Ha visto a mi mujer con el otro? -inquirió, sin mediar saludo alguno.

-Buenos días, señor Martínez. Está usted de suerte -respondí, con una fugaz sonrisa que duró el tiempo que tardé en escucharme-. Es decir, siento mucho comunicarle que efectivamente he fotografiado a su esposa saliendo del edificio en cuestión.

Saqué el negativo y se lo tendí a mi cliente, que lo observó a la contraluz de mi lámpara halógena. El ceño fruncido y un audible gruñido me indicaron que había reconocido a su mujer.

-Esa arpía se va a enterar. Ahora no tiene ninguna excusa. ¡Gracias, y buenas tardes!

El marido cornudo salió como una exhalación de mi despacho, y confié en que mi secretaria fuese lo suficientemente ágil para interceptarlo y cobrarle la minuta.

No recuerdo cuántos días pasaron desde aquello. No más de un mes después, estaba yo caminando por el parque de Gracia, de camino a una vigilancia, cuando volví a ver a aquella mujer. La reconocí al instante, pues llevaba el mismo vestido floreado con la abertura vertical que tanto me había fascinado. En su lento caminar, su pierna asomaba intermitentemente por ella, destacando su blancura sobre el verde floreado. Recordé en aquel momento el negativo que yacía olvidado en el cajón del cuarto oscuro, más por desdén que por vergüenza. Había pensado en positivarlo alguna vez, para mi gusto personal, pero la imagen de los pezones alzados sobre sus pechos turgentes había dejado de interesarme desde el momento en que vi su muslo de alabastro. Pensé en seguirla, mas tenía un cometido aquella tarde que no aceptaba retraso alguno si quería cobrar el estipendio. Continué mi camino hacia el barrio del Carmen cuando, no sé cómo, me encontré volviendo sobre mis pasos, corriendo apresurado hacia el parque. Allí seguía la mujer, el vestido y su abertura. El muslo, aflorando entre rosas estampadas al andar. Saqué mi cámara y me agazapé torpemente tras un álamo, descuidando toda discreción profesional. Y allí, a la vista de curiosos, disparé obsesivamente veintitrés veces el obturador, capturando cada hipnótica oscilación de su pierna. Solo entonces exprimí hasta el último aumento del teleobjetivo, afirmé mi pulso y esperé para tomar la última fotografía. Sentía la mirada de los transeúntes clavada en mi espalda, pero la ignoré. Quería a toda costa intentar captar lo que se escondía en la cima de aquella pierna infinita, en toda su forma y color, escondido en lo más alto de la raja de su falda.

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