Terror litoral

10.12.2019

Condición: El valor del NO. La libertad de elegir".


Desde el momento en que Alan pone los pies en aquella playa, sus pocas esperanzas de regresar vivo a casa se desvanecen. La lancha de desembarco ha encallado en la parte más meridional y estrecha de la playa, extendiéndose ante él tan solo unos pocos de metros de arena hasta el acantilado. Pero aquella extensión baldía, sin un solo parapeto del que protegerse de la lluvia de balas enemiga, resulta lo más parecido a un infierno en vida. Mire donde mire, Alan ve cuerpos ensangrentados vestidos con su mismo uniforme, como si de una macabra predicción se tratara. Tras dar un par de pasos, sus pies se detienen inconscientemente. Recibe varios empujones de sus compañeros de pelotón, que lo adelantan en su carrera hacia el abrigo del acantilado. Uno de ellos resulta alcanzado por los disparos y cae, profiriendo un grito sordo. Alan da un paso hacia atrás.

-¡Alan! ¿Qué cojones haces? ¡Ven aquí! -le ordena su sargento, que ha logrado alcanzar la cobertura natural del acantilado.

Las piernas de Alan no le responden. Se encuentra de pie, a menos de un metro de la lancha abandonada, totalmente desprotegido. Las explosiones y los silbidos de las balas se suceden a su alrededor. Alan sabe que es cuestión de tiempo que le alcancen. Sabe que no saldrá vivo de aquella playa. Da otro paso hacia atrás. Está de nuevo en la lancha de desembarco. Una bala perdida le arranca el casco de su cabeza. Se tira al suelo instintivamente. Levanta la rampa de salida de la lancha y se cubre tras ella. Tiene la mirada borrosa por culpa de las lágrimas. Intenta secárselas con la manga de la chaqueta, pero pronto asume su inutilidad. La otrora débil llovizna se ha convertido en un chubasco que comienza a calarle el uniforme. El pánico empieza a remitir y la culpabilidad lo sustituye. Tiene mucho frío. Los gritos y las explosiones continúan sin cesar. Se sienta en posición fetal e intenta rezar, pero las palabras se apelotonan en sus labios y no es capaz de pronunciarlas. Sujeta con fuerza su fusil y siente ira hacia sí mismo. Por ser tan cobarde y abandonar a sus compañeros. Por no proteger a su país y a su familia del enemigo. Intenta calmarse respirando pausadamente por la nariz, pero el penetrante olor de la pólvora entremezclado con el del salitre le pone todavía más nervioso. Tiene que hacer algo, pues es cuestión de tiempo que un obús enemigo vuele la lancha por los aires. Sin embargo, el miedo se revela como su más inmediato enemigo, pues se siente incapaz de hacer otro movimiento que no sea apretar su fusil.

-No... tengo... miedo...

Pronuncia esas palabras vocalizando cuidadosamente cada sílaba, intentando convencerse a sí mismo de la veracidad de esa negación. Se pone lentamente de rodillas. Una explosión cercana hace vibrar la lancha y salpica de arena húmeda su interior. Recoge su casco y se lo vuelve a poner. El constante tamborileo de la lluvia al golpearlo resuena en su cabeza y lo apremia a continuar. Vuelve a abrir la rampa de salida y comienza a esprintar hacia el acantilado. Tras recorrer poco más de diez metros, un violento estallido a su espalda le obliga a tirarse al suelo instintivamente. Los oídos le chirrían a causa de la onda expansiva. Debido a la caída, tiene toda la cara cubierta de arena húmeda y los ojos le arden. Mira hacia atrás con dificultad y descubre horrorizado que la lancha es ahora un amasijo de metal en llamas. Las piernas comienzan a temblarle y nota como se le humedece la entrepierna. «No hay escapatoria». «No hay vuelta atrás». «Voy a morir». Esos pensamientos le amartillan del mismo modo que hacen las ametralladoras a sus compañeros a lo largo de la playa.

-¡Alan! ¡Levanta el culo y ven aquí!

Las palabras de su sargento suenan sorprendentemente cercanas. Alan mira hacia delante y se da cuenta de que está a menos de diez metros del acantilado. Sujeta con fuerza su fusil.

-No tengo miedo. No tengo miedo.

Siente la boca pastosa por la arena. «No quiero morir, tengo que levantarme». Alan se concentra en ese pensamiento, se incorpora a duras penas y recorre a toda velocidad la distancia restante hasta el acantilado. Siente las balas silbar a su alrededor. Finalmente, logra alcanzar su objetivo y se apoya de espaldas a la roca húmeda, jadeando violentamente.

-¿Se puede saber qué mierda le ha pasado, soldado?

-Lo s-siento, mi sargento -contesta Alan, con dificultad-. El miedo me ha paralizado, señor.

Lejos de seguir gritándole, el sargento esboza una media sonrisa y le lanza una cantimplora. Alan está tan alterado que es incapaz de cogerla al vuelo.

-Lávese esa cara, soldado, y forme con el resto del pelotón.

Alan recoge la cantimplora, hace un gesto que recuerda vagamente a un saludo militar y camina hacia sus compañeros, siempre pegado al acantilado.

-¡Alan! -le interrumpe el sargento. Alan se vuelve para mirarle-. Todos tenemos miedo. Estamos en medio de una maldita guerra. Céntrese. No deje que le controle. Enfréntese a él.

Alan llega finalmente con el resto de sus compañeros. Son pocos. Muy pocos. Ve algunas caras desconocidas, y faltan muchas conocidas.

-Llegas tarde, Alan -le reprocha Gomes.

-Al menos ha llegado -comenta otro soldado, lacónico-. Nos han reventado en la playa, joder.

El sargento los alcanza al poco rato. Lleva un plano plastificado en la mano. Lo muestra al pelotón, que se reúne a su alrededor para recibir las órdenes.

-Nuestro objetivo es asaltar este búnker de aquí. Rodearemos el acantilado y atacaremos desde detrás. Avanzaremos reptando y en silencio. No nos deben ver venir, ¿entendido? ¡Vamos!

El grupo se pone en marcha. El alivio de Alan está desapareciendo y la ansiedad retoma lentamente su cuerpo. Siente que se está deslizando hacia un matadero. Los disparos se vuelven más lejanos, pero no por ello menos amenazadores. Escalan el acantilado por su zona más baja y se desplazan reptando por el lodo. Se mueven en silencio, guiados por los gestos del sargento. La lluvia no amaina, pero Alan hace tiempo que no la advierte. Siente una presión en el estómago, acrecentada por su manera de desplazarse. Mira a su alrededor y no puede evitar pensar que pronto verá a alguno de sus compañeros morir. Él mismo puede morir. Sujeta con fuerza su fusil y se centra en continuar la marcha. «No tengo miedo», piensa. Pronto divisan el búnker, que se erige en lo alto del acantilado. Varios soldados enemigos entran y salen apresuradamente, cargando diversos bultos. Otros están apostados en los bordes del acantilado, armados con fusiles de precisión. Cuando el pelotón está lo suficientemente cerca del objetivo, el sargento les comunica con señas el plan. Alan debe proporcionar fuego de cobertura a Gomes y a otros dos soldados que no conoce mientras asaltan el flanco oriental del búnker. El resto del pelotón atacará por el otro flanco. Los soldados se levantan y toman posiciones. El sargento dispara en primer lugar, alcanzando a un oficial enemigo. Entonces se desata el infierno. Las balas silban en ambas direcciones. Alan, cubierto tras el tronco de un grueso roble, amartilla su fusil y comienza a disparar hacia la entrada oriental del búnker. Los soldados enemigos se agazapan. Ve de soslayo como Gomes y el resto avanzan sigilosamente hacia allí. Una bala impacta en el árbol, provocando una nube de astillas. Alan vuelve a cubrirse tras el tronco. Ha estado cerca. Muy cerca. Dos balas más alcanzan al roble. «Me están disparando a mí», piensa. «Si me asomo estoy muerto». Los sentimientos de culpabilidad e impotencia le vuelven a abrumar. Sabe que, si no sigue disparando, acabarán por descubrir a sus compañeros y los matarán.

-No tengo miedo. No tengo miedo.

Otras dos balas impactan contra el árbol. Alan se agazapa más y se pone inconscientemente en posición fetal. Tiene miedo, mucho miedo.

-¡Alan! ¡¿Qué hace?! ¡Dispare!

Alan gira la cabeza y ve al sargento erguido, empuñando su fusil, mirando hacia él. Entonces, lo comprende. Su rostro, su mirada, no dejan espacio a la duda. El sargento está aterrorizado. Y a pesar de ello, permanece de pie, firme, disparando en medio del fuego cruzado. Él ya ha derrotado al miedo, su verdadero enemigo, y ahora aparenta ser invencible. Alan inspira hondo, se levanta y enarbola su fusil. Se asoma y apunta a los soldados enemigos que, efectivamente, habían abandonado la cobertura y se estaban acercando al grupo de Gomes «¡No!», se grita Alan a sí mismo, a su propio miedo, y comienza a disparar. Oye las balas silbar a su alrededor, pero no duda. Siente la adrenalina recorrer su cuerpo. Sus disparos fallan, las manos le tiemblan. Pero se mantiene firme. Continúa apretando el gatillo hasta vaciar el cargador. Sus compañeros aprovechan el caos de la situación y atacan también a los desprevenidos soldados. Alan vuelve a guarnecerse tras el tronco, saca un cargador de su cinturón y lo coloca en su fusil. Tiene miedo, quiere quedarse allí detrás, parapetado, a salvo. Pero algo ha cambiado. Ahora sabe que puede derrotar a su propio miedo. No dejará nunca más que le controle. No volverá a paralizarle. «¡No!», grita de nuevo mientras se asoma y vuelve a vaciar el cargador sobre los pocos soldados que continúan vivos. Alcanza a dos de ellos y observa como Gomes y el resto acribillan a los otros tres. Recarga por segunda vez su fusil y esboza su primera sonrisa desde que pisó aquella playa. «Lo he logrado», piensa, satisfecho. Con la entrada oriental asegurada, el grupo liderado por el sargento acaba tomando y asegurando el búnker. El pelotón se reúne en su interior, y Alan aprovecha para sentarse a descansar y a beber un largo trago de agua. Observa al resto de sus compañeros. En sus ojos puede ver miedo, pero también alivio, y en algunos tristeza. El sargento capta su mirada y se acerca para sentarse junto a él.

-Ha estado bien ahí fuera, Alan -le felicita, mientras saca un húmedo paquete de cigarrillos de su cinturón.

-Gracias, mi sargento -contesta Alan, agachando la cabeza-. He hecho lo que usted me dijo. He vencido al miedo.

-No se equivoque. Al miedo no se le puede vencer. Igual que tampoco se puede negar su presencia. Siempre está ahí, acompañándonos. Forma parte de nosotros, de nuestra naturaleza. Pero nunca debe dejar que le controle.

Tras varios infructuosos intentos de encender el cigarrillo húmedo, el sargento desiste y se levanta para rebuscar en las numerosas cajas de suministros incautadas al enemigo en el búnker. Alan también se levanta y se asoma a la ventana horizontal para observar la playa. Los tanques han comenzado a desembarcar. Soldados aliados con el distintivo médico avanzan de un cuerpo a otro buscando supervivientes. La batalla parece estar cerca de su final, y tan solo se escuchan las detonaciones lejanas de algunos fusiles. Cuando finalmente cesan, el sargento reúne al pelotón para una última y dolorosa misión. Enterrar a los caídos. Cavan una tumba para cada uno de los cinco compañeros que cayeron durante el ataque al búnker. Alan no conocía a ninguno de ellos, pero estaba seguro de que había estado muy cerca de encontrarse en su lugar. Finalmente, cavan entre todos una fosa común y entierran a los soldados enemigos, ante la reticencia de varios compañeros del pelotón.

-Ellos no tienen la culpa de esta guerra -sentencia el sargento, acallando los reproches de sus soldados-. Merecen una sepultura tanto como nuestros compañeros.

A la caída del sol, un mensajero les avisa de que el perímetro es seguro y que el campamento de campaña ya está siendo establecido. Alan sonríe, pues eso significa comida caliente y un sueño guarnecido de la intemperie. Ha sobrevivido al primer día de aquella guerra, y ha aprendido una valiosa lección sobre sí mismo. Mañana habrá que volver a luchar. Nota el miedo en su interior, palpitante y ansioso, pero ahora ya no lo teme. Ahora sabe como negarlo.

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