Lente de perdición

08.09.2023

Condición: En el relato deben aparecer zombies


Como cada mañana, Andrea paseaba por las calles de Badajoz de camino a su oficina. A esas horas, apenas se cruzaba con tranquilos transeúntes que disfrutaban de la frescura de la mañana, antes de que el sol de verano desatase el infierno sobre el pavimento. Comprobó su reloj y, viendo que todavía tenía algo de tiempo, decidió torcer por una de las bocacalles que conducían a la plaza mayor. Andrea disfrutaba de pasar junto al grupúsculo de chiquillos que jugaban a la pelota en aquella plazoleta, mientras un viejecito los contemplaba sentado en un banco, con la mirada perdida en la memoria de su juventud.

Andrea llegó a la oficina de buen humor, fichó y se dirigió a su cubículo. La sonrisa pronto fue sustituida por una mueca de concentración. Sumergida entre hojas de cálculo, no vio llegar a su compañera Paula, que la cogió de los hombros pegándole un buen susto.

—Andrea, ¡despierta! Mira lo que tengo.

Andrea se fijó en que Paula llevaba unas gafas muy aparatosas.

—¿Las gafas?

—No son unas gafas cualesquiera. Son las de Google. Tienen montones de funcionalidades: metaverso, redes sociales, juegos, agenda… ¡Son una pasada! Y se controlan con gestos. ¡Mira!

Paula siempre le había parecido un poco friki, pero ver a su compañera hacer gestos extraños con los brazos extendidos mientras las lentes de sus gafas se iluminaban le resultó excepcionalmente estrambótico. No pudo evitar soltar una risotada.

—¿Cuánto te ha costado esa excentricidad?

—Pues unos mil euros, pero valen cada céntimo, créeme. Bueno, vuelvo al trabajo. ¡Ánimo, que es jueves ya!

Paula salió de su cubículo, haciendo de nuevo gestos extraños con sus manos. Andrea estuvo recreando esa imagen en su mente y riéndose durante toda la mañana.

Los días pasaron, y la fiebre de las gafas de Google no tardó en llegar. Pronto la oficina se llenó de personas absortas en sus lentes iluminadas, vagando por los estrechos pasillos mientras gesticulaban. Los choques entre trabajadores comenzaron a suceder, y cuando Andrea pensó que desde dirección serían prohibidas, su jefe apareció con una versión más lujosa de las mismas.

Andrea ahora saboreaba todavía más su paseo matutino hasta la oficina, pues el ambiente de trabajo se estaba volviendo insoportable. Las conversaciones trataban casi siempre sobre funcionalidades de aquellos artilugios, por lo que se sentía cada vez más desplazada. Los cuchicheos a sus espaldas empezaron a afectar a su rendimiento laboral. Tras una dura bronca su jefe, Andrea decidió que era hora de ceder ante la presión social y comprarlas. Las gafas habían reducido notablemente su precio. Andrea pronto entendió que no era más que una estrategia de marketing, pues gran parte de las funcionalidades solo estaban incluidas en un plan premium. Para Andrea, las aplicaciones gratuitas eran suficiente para integrarse en la oficina y, gracias a ellas, su situación mejoró notablemente. Sus compañeros dejaron de tratarla como un bicho raro, y volvía a entender sus conversaciones.

Un día, mientras Andrea trabajaba, Paula la sorprendió por la espalda. Ella se fijó que su compañera estaba más pálida y delgada que nunca.

—Acepta mi invitación.

Una lucecita roja en sus gafas advirtió a Andrea de que tenía una notificación. Comprobó que era una invitación de Paula para suscribirse al plan premium. La oferta indicaba que su compañera recibiría grandes beneficios si Andrea aceptaba.

—Oh, lo siento Paula, pero no me interesa. Oye, ¿estás bien? Te veo muy pálida.

Su compañera no contestó, se dio la vuelta y se marchó gesticulando y farfullando comandos de voz.

Andrea descubrió durante sus paseos matutinos que las gafas habían comenzado a expandirse por Badajoz. En la plazoleta ya no rodaban los balones, pues los niños esperaban el timbre del colegio sumergidos en el metaverso, gesticulando a sus gafas iluminadas. El viejecito del banco ya no los contemplaba con nostalgia, sino con desprecio, y balbuceaba algunas maldiciones contra las nuevas tecnologías. En la oficina, Andrea se volvió extrañamente popular entre sus cada vez más demacrados compañeros, y hasta su jefe, otrora hostil, empezó a tratarla afectuosamente. No tardó en descubrir sus verdaderas intenciones, cuando las notificaciones de invitación al plan premium invadieron insistentemente su bandeja de entrada.

Cuando Andrea llegó a la plazoleta aquella mañana de otoño, descubrió decepcionada que los ojos del viejecito del banco ya no mostraban nostalgia o desdén, sino que estaban ocultos tras el brillo de unas lentes. Fue entonces cuando en las gafas de Andrea surgió una notificación global. Informaba que la recompensa por reclutar a aquellos que no estuviesen suscritos al plan premium ascendía notablemente, y además indicaba la localización de esas personas. Un escalofrío helado recorrió el cuerpo de Andrea cuando todos los niños de la plazoleta alzaron simultáneamente la mirada hacia ella. Se acercaron, gesticulando con los brazos extendidos y farfullando comandos de voz. Las invitaciones llenaron la pantalla de sus gafas, obstaculizando su visión. Andrea, asustada, echó a andar rápido hacia una de las salidas de la plaza, tratando de escapar de aquellos zombies digitales. El viejecito, que se había levantado del banco, se abalanzó sobre ella y la desequilibró lo suficiente como para hacerla resbalar. Los niños la alcanzaron y se echaron sobre su cuerpo tendido. Andrea notó que le faltaba la respiración, mientras sus agresores no paraban de repetir la orden «acepta» y de lanzar más y más invitaciones a sus gafas. Andrea trató de quitárselas, pero sus manos estaban inmovilizadas. Su vista empezó a nublarse por falta de oxígeno. Susurró con su casi último aliento el comando de voz para aceptar la invitación y notó como la presión sobre su cuerpo se aliviaba. Sus agresores se levantaron y se marcharon, como si no hubiese ocurrido nada. Andrea, todavía confusa, se incorporó y observó como de pronto la pantalla de sus gafas se llenaba de nuevas y atractivas funcionalidades. La lluvia de estímulos no tardó en seducirla. El resto del camino hasta su oficina, Andrea estuvo navegando en su nuevo océano personal, entre gestos y balbuceos, convirtiéndose finalmente en otra esclava más del mundo digital.


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