Las cosas en su sitio

29.08.2023

Condición: El retruco final es que todo era imaginación o locura del protagonista


Me considero una persona curiosa. Y no me refiero a que me guste cotillear en la peluquería sobre la novia del panadero. Tampoco hablo de aprender memeces sobre cultura general. Soy curioso porque me gusta tener mis cosas curiositas. Bien colocadas en sus respectivos lugares, alineadas con los ángulos correctos. Algunos dicen que es un trastorno obsesivo, otros que se me ha ido la puñetera olla. Pero yo no creo que haya nada malo en ser ordenado.

Yo antes tenía un gato que me hacía compañía. Lo había educado desde cachorro para que no me moviese las cosas. Malgasté mucho dinero en entrenadores, pero al final no me quedó otra que castrarlo. Se convirtió en poco más que un mueble regordete, pero gracias a eso pude disfrutar de mi querido orden sin que el gato me pusiese todo patas arriba. Y así convivimos felices. Hasta la semana pasada.

El martes, al llegar de trabajar, me encontré el jarrón de la ventana izquierda del salón hecho añicos en el suelo. El gato me miraba desde su camita, con ojos de culpabilidad. Le di un par de azotes con toda mi rabia, que aceptó a mi parecer con honrada entereza, y recogí uno a uno los malditos cristalitos. Creo recordar que pasé diez veces la aspiradora antes de quedarme tranquilo. Esa misma tarde, fui a comprar el mismo jarrón para volver a tener completa mi ventana izquierda del salón.

Pues bien, el miércoles, al llegar de trabajar, el jarrón volvía a estar en el suelo y el gato me miraba con la misma cara. Debí de gritar bastante, porque la policía acudió al cabo de media hora, alertada por los vecinos. Afortunadamente, ya le había dado una buena tunda al gato, y me sorprendieron pasando inocentemente la aspiradora por séptima vez. De nuevo, fui a la tienda a comprar el mismo jarrón.

El jueves ya me temía el desaguisado. Cuando llegué a casa, fui al salón sin siquiera dejar la chaqueta en su correspondiente perchero. Y allí me encontré la misma escena. El jarrón roto y el jodido gato mirándome. Completamente enajenado, cogí el martillo de la cocina y le partí las piernas al gato, para asegurarme de que no se movía de su camita nunca más. Luego de pasar diecisiete veces la aspiradora, y despachar a la policía, volví a la tienda a por otro puñetero jarrón. El tendero se descojonaba.

El viernes, para mi sorpresa, pasó exactamente lo mismo. El jarrón roto y el gato lisiado mirándome. Metí al gato en el horno, aspiré, despaché, aspiré, compré el jarrón y casi me cargo al tendero de un puñetazo. Al menos, sabía que ese jarrón no iba a volver a romperse.

El sábado no trabajé. Estaba en el sofá del salón, viendo a Marie Kondo en Netflix, cuando una ráfaga de viento entró por la ventana y movió violentamente las cortinas. Estas empujaron al jarrón, que se cayó al suelo y se rompió. Y yo me sentí tremendamente idiota, y solo.

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