La calma tras la tempestad

10.12.2019

Condición: El/los protagonistas necesita/busca ayuda para matar a alguien/algo


Las pequeñas cottages desfilaban a través del cristal de aquel vetusto tren que se negaba a dar su último soplido. Cruzando la campiña inglesa a toda la velocidad que sus calderas podían exprimir, el tren de Hampshire llevaba a poco más de una veintena de pasajeros. La mayor parte eran granjeros o pueblerinos que regresaban tras pasar la jornada en la capital. Algunos llevaban pesadas bolsas que parecían repletas de objetos de todos los tamaños, probablemente artículos que no habían logrado vender o que habían adquirido a cambio. También había varios niños, con caras risueñas y cansadas producto de trotar y jugar durante todo el día. Un grupo de mujeres parloteaba sobre los últimos cotilleos que habían escuchado en Covent Garden, mencionando personajes que jamás llegarían a conocer. Un hombre menudo, sentado en la parte trasera del segundo y último vagón, miraba hacia la campiña anaranjada por el crepúsculo con semblante inexpresivo y mirada vacía. No destacaba sobre el parloteo de las mujeres ni sobre las risas de los niños, pero sin embargo resultaba tan ajeno a la escena como los azafranes que florecen sobre la hojarasca. Aquel viajero parecía haberse quedado atrás en el tiempo. No en la estación de Blackfriars, de donde había salido el tren. Ni tan siquiera en Londres. El pensamiento de aquel hombre se había detenido en un presente ya olvidado, y aunque su cuerpo viajaba con aquel tren, su mente volaba hacia más allá del mar.

El tren silbó con un quejido desinflado y la locomotora comenzó a aminorar la marcha. Los viajeros se levantaron pesadamente de sus asientos, despertaron a sus acompañantes a quienes el sueño les había vencido y bajaron a la estación de Portsmouth. El hombre volvió en sí, mirando con sorpresa la estación en la penumbra de la noche. Un revisor le miraba con cara de pocos amigos.

-Última parada, señor -le espetó, torciendo el bigote.

El viajero ignoró la impaciencia del revisor. Se levantó con calma y arrastró los pies hacia la puerta del vagón. Una lluvia pesada le empapó la coronilla. Su sombrero yacía olvidado en el asiento contiguo del tren, pero no parecía importarle. Se dirigió hacia la ciudad siguiendo la luz de las farolas. Se detuvo en varios pubs, mirando con dificultad a través de los cristales empañados. Finalmente, entró en un antro desvencijado y solitario que parecía tener más años que el tren donde había llegado. El interior estaba tan solo unos pocos grados más caliente que el exterior. El quejumbroso crepitar de una estufa de leña acompañaba la melodía de las goteras cayendo sobre varios cubos repartidos por la estancia. En la barra del local, un viejo y bigotudo tabernero le miraba con sorpresa. Delante de él, varios naipes formaban la característica figura de un solitario. El resto del pub estaba vacío.

-¿Qué desea, caballero? -inquirió el dueño del local, apartando los naipes y pasando un trapo húmedo y maloliente por la barra.

El viajero se acercó a la barra y se sentó en un taburete de roble carcomido.

-Busco a alguien-contestó. Su voz era grave y firme, podría decirse que hasta solemne.

-Pues no ha venido al lugar indicado, señor. En este pub solo me encontrará a mí, y con suerte al viejo Bob, cuando se acuerda de cómo llegar hasta aquí.

-Eso tendré que decidirlo yo -sentenció el viajero-. Póngame un whisky doble, sin hielo.

El tabernero obedeció, amilanado por el tono de su cliente. Cogió una botella de whisky sin etiqueta de debajo de la barra. Sirvió dos copas, reservándose una para él. El hombre olisqueó la suya y sorbió un trago. El tabernero, aunque asustado, estaba muerto de curiosidad y no pudo resistirse a preguntar.

-¿Qué busca exactamente?

-De momento, alguien que quiera escuchar mi historia -respondió enigmático el viajero, dando un largo trago a su bebida.

El tabernero abrió los brazos abarcando la estancia vacía y le esbozó una sonrisa irónica.

-No tengo nada mejor que hacer.

-Está bien -comenzó el viajero, irguiéndose en su asiento-. Mi nombre es Peter Vyers. Soy arquitecto en Mánchester, o al menos lo era hasta hace dos años. La construcción de parte del canal marítimo fue mi último gran proyecto. Amasé varios miles de soberanos, y podía decirse que vivía en la más escandalosa opulencia. Mi mujer y yo participábamos en grandes eventos sociales, nos codeábamos con poderosos empresarios del país, e incluso de Europa. Nuestro hijo recibía educación en casa de las mayores eminencias de Inglaterra. Podría seguir, pero se hace una idea.

-Me cuesta creerlo viendo su actual aspecto, señor Vyers-comentó el tabernero, que estaba empezando a tomar a su cliente por un loco.

El viajero hizo caso omiso a la interrupción.

-Amaba esa vida, pero sobre todo amaba a mi esposa y a mi querido Will. Habría renunciado a todos esos privilegios por seguir a su lado. Pero un ladrón truncó todo aquello. Le hubiese dado todo lo que llevaba encima con gusto, pero prefirió dispararnos primero y robarnos después. Aquella noche debería de haber muerto yo, junto a mi familia. Pero la bala erró por un par de pulgadas y aquí sigo, en este tormento que no cesa.

Las últimas palabras las pronunció en un hilo de voz. Luego se quedó mirando fijamente a la estantería del fondo, sin pronunciar palabra. El tabernero rellenó el vaso del viajero sin que este se lo pidiese. Aunque no tenía claro si contaba la verdad, el hombre parecía bastante afectado.

-¿Colgaron al ladrón al menos? -preguntó el tabernero, cortando el silencio-. ¿O busca a alguien para que lo encuentre?

-Lo busqué durante dos años. Indagué por los barrios más miserables de Mánchester. Su modo de actuación tan violento no pasaba desapercibido. Le conocían como Johnny Gatillo. Mataba a todos sus testigos, por lo que nadie sabía cuál era su aspecto físico. Nadie, salvo yo. Frecuenté los tugurios de la ciudad durante casi un año. Recibí varias palizas y me atracaron tantas veces que perdí la cuenta. Pero finalmente, una noche, lo encontré.

El tabernero tragó saliva. La historia se volvía interesante.

-No a él, personalmente-prosiguió el hombre, tras una involuntaria pausa dramática-. Escuché su nombre en una conversación ajena. Dos hombres comentaban que Johnny Gatillo había emigrado a las Américas para buscar fortuna. Acerqué el oído todo lo que pude, pero no comentaron nada más sobre él. Sin embargo, ahora que tenía una pista, no podía dejarla pasar. Esperé a que los hombres se marchasen del local y los seguí. En un callejón saqué mi revólver y los encañoné. Era la primera vez que apuntaba a alguien, y no tenía intención de dispararles, pero creo que estaba tan ansioso que no lo notaron. Les interrogué acerca de Johnny, pero no pudieron darme mucha más información. Me precisaron que había partido en el vapor a Luisiana. El siguiente paso lógico fue ir hasta allí.

-¿Ha estado en las Américas, señor Vyers? ¿Lo encontró allí? -preguntó el tabernero, cada vez más intrigado. Rellenó su vaso, ya vacío, con un buen chorro de whisky. Entre los dos se estaban terminando la botella.

-Partí dos días después a Luisiana. Una vez en Nueva Orleans, comencé a hacer averiguaciones. Con toda mi experiencia previa, no fue un trabajo complicado. Había un atracador con el mismo modo de actuación en la ciudad. Sin testigos, todos muertos. Le conocían como Evil Reaper. Era un nombre muy teatral, pero resultaba efectivo pues todos allí le temían. No tenía dudas de que Evil y Jhonny eran la misma persona. Tardé, sin embargo, un año en lograr localizarle en el barrio portuario de Nueva Orleans, pues tras un encontronazo con un Pinkerton, Evil había dejado de actuar. Estaba comenzando a pensar que había regresado a Inglaterra cuando finalmente volvió a las andadas. Sus últimos atracos habían sido en los puertos, así que comencé a frecuentar las tabernas del barrio, del mismo modo que había hecho en Mánchester.

-¿Y lo encontró allí? -inquirió el tabernero, aprovechando la pausa en el relato mientras su cliente bebía un trago de whisky.

-Así es. Recordaba perfectamente su cara a pesar de haber transcurrido dos años. Un rostro así no se olvida, créame. Tenía el pelo más largo y un bigote corto estilo americano, pero estaba seguro de que era él. Esperé a que se fuese de la taberna y lo asalté en un callejón, revólver en mano, tal y como había hecho con aquellos hombres en Mánchester. Le pregunté si era Jhonny Gatillo, a lo que el asintió muy despacio. Me fijé en que deslizaba su mano hacia detrás de su espalda. Supuse que iría armado y que en unos instantes me iba a disparar. No sé si fue ese miedo a morir o el ansia de venganza borboteando en mi interior, pero el caso es que apreté el gatillo. Cayó en redondo al suelo y empezó a sangrar. Me acerqué, atontado por el ruido, y comprobé que estaba muerto, con la cabeza destrozada por el disparo. Hui rápidamente de allí antes de que viniese alguien y en cuanto pude cogí el primer vapor a Inglaterra. Llegué aquí hace tres días.

El hombre parecía haber terminado su relato. Sin embargo, el tabernero deseaba saber más.

-¿Entonces, qué busca exactamente en Portsmouth? ¿En mi taberna?

-Yo nací en Portsmouth -contestó el hombre, tras unos segundos de silencio que al tabernero se les hicieron eternos-. ¿Qué hacer cuando has cumplido tu venganza? Mis últimos dos años se han basado únicamente en eso. Pero ahora que por fin puedo descansar, no logro encontrar reposo. Apenas duermo, y en sueños no paro de revivir tanto la noche en que Jhonny mató a mi familia como la noche en que cumplí mi venganza. Es cierto lo que dicen, que matar a alguien te marca para siempre. Vine aquí porque es donde comenzó mi vida, y donde creo que es hora de que termine.

Mientras hablaba, el hombre había deslizado su mano al interior de su chaqueta empapada. De ella sacó un revólver que puso encima de la mesa, junto al montón de naipes arrugados.

-No me veo capaz de volver a dispararla -sentenció el hombre, lacónicamente-. Busco a alguien que lo haga por mí.

El tabernero abrió mucho los ojos y dio un paso hacia atrás, instintivamente. Aquel hombre le estaba literalmente pidiendo que lo matase.

-No hay nadie en esta taberna -continuó el hombre, al ver la reacción del dueño-. Con el ruido de la tormenta, nadie lo escuchará. Solo tiene que apretar el gatillo y tirar mi cuerpo al puerto.

-De ninguna manera -contestó el tabernero, sin apartar la vista del revólver.

-Le pagaré doscientos soberanos -insistió el hombre, sacando de otro bolsillo un cheque al portador del banco de Westminster y dejándolo sobre la mesa.

El tabernero tragó saliva. Con todo ese dinero podría montar una taberna en pleno centro de Portsmouth.

-No es cuestión de dinero, señor Vyers. Como bien dice, matar a una persona es un acto que le marca para siempre. No pienso pagar ese precio ni por todo el oro del mundo. Si quiere quitarse la vida, tendrá que buscar a otra persona o hacerlo usted mismo. Y no será en mi taberna.

El hombre se levantó del taburete. No parecía molesto. De algún modo, ya intuía la respuesta. Guardó el revólver y el cheque y deslizó media corona de plata hacia el tabernero.

-Gracias de todos modos.

-¡Espere! -gritó el tabernero, justo antes de que el hombre abriese la puerta de la taberna. El hombre se volvió-. Tiene mucho todavía por lo que vivir. Si ha tenido la valentía y la perseverancia de perseguir a aquel asesino por medio mundo, seguro que encontrará las agallas para enfrentarse a la calma tras la tempestad.

El hombre sonrió, por primera vez aquella noche. Sin mediar palabra, salió del local dejando tras de si dos vasos vacíos, una moneda de plata y un tabernero taciturno que nunca más supo de él.

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